Cuentos de hadas celtas by Roberto Rosaspini Reynolds

Cuentos de hadas celtas by Roberto Rosaspini Reynolds

autor:Roberto Rosaspini Reynolds
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fantástico
publicado: 1999-08-09T22:00:00+00:00


magullones en todo el cuerpo y, ahora que la excitación de la lucha había cesado, sentía vahídos y estaba a punto de desmayarme. Pero cuando Aileen —que así se llamaba la hija del rey de la Tierra de la Vida— me aplicó un ungüento y me dio a beber una pócima de hierbas, me recuperé rápidamente y, en poco tiempo más, ya estaba en posesión de todas mis facultades físicas.

Al día siguiente cavé una tumba suficientemente amplia y sepulté en ella al formoré, levanté con piedras un gran túmulo y coloqué sobre ellas otra roca con su nombre grabado. Esa noche descansamos plácidamente y al alba Niamh me dijo que era tiempo de partir nuevamente hacia Tirnanoge, de modo que nos despedimos de Aileen, quien lloró de pena ante nuestra partida, hecho que nosotros también lamentamos profundamente.

Una vez montados sobre el soberbio potro blanco, éste, a una orden de Niamh, partió raudamente hacia el oeste, lanzó los tres consabidos relinchos al tocar sus cascos el agua, y pronto no vimos a nuestro alrededor más que olas y espuma, y nos adentramos en el mar azul y transparente con la ligereza y la suavidad del viento de primavera sobre las colinas de Leinster. Volvimos a ver a la doncella de la manzana de oro seguida por el joven guerrero, y poco después al ciervo perseguido por el sabueso blanco. También volvimos a pasar junto a nuevas ciudades, islas desconocidas y palacios de increíble arquitectura.

Repentinamente, ominosas nubes comenzaron a ocultar el sol, y pronto estalló una terrible tempestad, iluminando el mar con sus constantes relámpagos; sin embargo, aunque el huracán soplaba y se arremolinaba desde los cuatro horizontes, y las olas rugían embravecidas a nuestro alrededor, el potro blanco proseguía impertérrito su recta travesía, con la misma velocidad y seguridad que antes, sin que las salpicaduras ni los rayos demoraran un ápice su marcha ni alteraran su rumbo en lo más mínimo.

Tiempo después, cuando la tempestad amainó y el sol volvió a brillar sobre nosotros, pude ver, a corta distancia, una tierra verde y florida, un país de herbosas praderas, agrestes picos y azules lagos y cascadas. Junto a la costa, al pie de un risco, divisé un palacio cuyo lujo y esplendor no desmerecía en nada al de la Isla de las Virtudes. Todos sus tejados y cúpulas estaban enchapados en oro, y en sus paredes, recubiertas de ónice, había engarzadas gemas de todo tipo y color, formando hermosos diseños. A su alrededor podían verse acogedoras casas construidas en diversos tipos de piedras por los arquitectos más hábiles que había visto en mi vida. Le pregunté a Niamh el nombre de aquel país y me contestó con una voz en que se notaba su orgullo:

—Este es mi país natal, Tirnanoge. En él encontrarás todo lo que te he prometido, y muchas cosas más aún.

Tan pronto como hubimos llegado a tierra y desmontado, se acercó a nosotros, viniendo desde el palacio, una comitiva de guerreros de noble apostura y suntuosas vestiduras, que se apresuraron a recibirnos y darnos la bienvenida.



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